Os adjuntamos la crítica de la revista Platea, Escrito por Joan Sebastià Colomer, sobre el Secondo libro de Madrigali de Claudio Monteverdi con Concerto Italiano y Rinaldo Alessandrini, en el Foyer del Gran Teatre del Liceu el pasado 22 de noviembre de 2022
Monteverdi y el protocolo
Una nueva entrega del ciclo de cinco conciertos dedicados a los madrigales de Monteverdi que el Liceu de Barcelona organiza en colaboración con el Istituto Italiano de Cultura con un invitado de lujo: Rinaldo Alessandrini. El virtuoso del teclado barroco, dirigiendo a su Concerto Italia, se ha labrado un gran prestigio en la interpretación de este autor, no sólo de sus madrigales, sino también de sus óperas. En esta ocasión nos ofrecía su visión del Secondo Libro de su colección de madrigales.
Il secondo libro de madrigali a cinque voci se publicó el año de 1590, mientras Galileo Galilei desarrollaba sus trabajos revolucionarios y el compositor tenia 22 años. Monteverdi era ya maestro de capilla en la catedral de Sant Marco, en Venecia y este conjunto fue publicado con el objectivo de propiciar su posible contratación en Milán captando la atención de la corte de Mantua y del duque Vincenzo Gonzaga.
La misión de Alessandrini y sus secuaces era transmitir tales contenidos en el Foyer del Liceu (lo que vendría a ser el bar), bueno de tamaño, no tanto de acústica. La ejecución se basaba en un quinteto vocal (aunque sus miembros fueran variables, pues había seis cantantes) y el acompañamiento escuetísimo de una tiorba que, esencialmente, servía para asegurar el contexto tonal. Yo esperaba un mayor virtuosismo y una mayor transparencia polifónica en pasajes como aquél que dice «scopria quest’alma innamorata e quella» (1er madrigal). Y una dicción más idiomática (menos cubierta) independientemente de los cambios de alineación que se sucedían. Así en el Cuarto y Quinto Madrigal, dónde se hubieran podido imaginar unos cortes más limpios.
Sin embargo, todos estos avatares no iban a marcar la línea general. Ya desde el Sexto Madrigal («Intorno a due vermiglie e vaghe labbra») la cosa empezó a fluir con mucha más precisión e intensidad. Ello no impidió que una de las sopranos, que ya había mostrado cierta incompatibilidad con el grupo por volumen y vibrato, atacara el Noveno Madrigal («Donna nel mio ritorno») con una afinación más que dudosa. Pero era ya un mero accidente dentro de un círculo virtuoso que tuvo sus momentos de gloria antes del descanso en el Decimoprimer Madrigal («S’andasse Amor a caccia»).
Durante la primera parte se había prefigurado ya con claridad un conflicto en la sala protagonizado por sectores muy concretos (eramos pocos y en esa circunstancia resulta difícil no ser concreto). Los dos bandos (uno de los cuales tenía un sólo activista) debatían una cuestión sobre protocolo: ¿hay que aplaudir cada madrigal? ¿sólo al final del libro? ¿hay algún asidero dentro del ciclo que nos exonere de vivir el conjunto del ciclo como si fuera «Winterreise»? Ante tales conflictos uno, o bien se siente confiado porque domina la liturgia del género, o se deja llevar por lo común. Ninguna de las dos opciones era posible en este caso porque nuestros abuelos no solían asistir a romerías madrigalísticas y, sobre todo, en el Foyer no parecía haber un criterio común. Y así fue como cada cambio de madrigal resultaba inquietante «per se», gracias a la entrañable intención de algún espectador de aplaudir todos y cada uno de los madrigales.
El conflicto siguió latente hasta desvanecerse por cansancio a pesar del brillante arranque de la segunda parte (12º Madrigal. «Mentr’io miravo fiso»). El círculo virtuoso se sostuvo ya hasta el final y tuvo pronto picos de intensidad con el 16º Madrigal («Dolcemente dormiva la mia Clori»). En este punto las energías ovacionadoras del sector entusiasta habían ya remitido y todo venía ganando desde hacía un buen rato transparencia y expresividad, que a veces viene a ser lo mismo. También el empaste entre las voces había venido evolucionando hacia ese virtuosismo y esa claridad polifónica que se echó de menos al principio. Toda la segunda parte fue, en realidad, antológica, y sirvió para reafirmar algo que ya en la primera parte era obvio: que el ingenio de estas obras es tan reseñable que uno no puede más que rendirse ante el magisterio de Monteverdi. No es que ese sea un tema de debate, pero tal vez sirvió para que algunos de los asistentes volvieran a su casa conscientes de lo divertido que puede ser escuchar está música que nos conduce a los albores no sólo de la ópera (como se ha comentado acertadamente en numerosas reseñas) sino también de la música «moderna».
Con el público entregado y sin la contención del protocolo y la convención, tuvimos un bis con cambio de autor: de Monteverdi a Agostino Agreste, autor de un jacarandoso Madrigal que permitió juntar el sexteto de cantantes, que hasta el momento había aparecido en dos formaciones de quinteto (dos sopranos, dos tenores y un bajo normalmente, pero también con un tenor de más y una soprano de menos a veces). Ello catalizó el jolgorio general de un público gratificado por la pulcritud y la expresividad obtenida. Y por el genio del autor, naturalmente.