Élisabeth Jacquet de la Guerre es el único nombre de compositora francesa anterior al siglo XIX que viene inmediatamente a la cabeza del melómano medio. Nacida en el seno de una familia de músicos –su abuelo fue constructor de claves; su padre, organista–, destacó pronto como intérprete y tuvo acceso a los círculos cortesanos, admirando a quienes, Luis XIV incluido, pudieron escucharla. Fue también notable compositora, demostrando estar en la vanguardia de tendencias y estilos musicales (publicó, por ejemplo, una de las primeras colecciones de sonatas para violín que vieron la luz en su país). Pero no fue, ni mucho menos, la única mujer que dejó sus ideas e invenciones melódicas plasmadas en una partitura.

Entonces era moneda común que las jovencitas procedentes de un medio socio-profesional similar al de Jacquet fueran consumadas intérpretes de algún o algunos instrumentos. Y en los círculos aristocráticos, con los que tendía a mimetizarse la alta burguesía, la educación femenina solía incluir el conocimiento, muchas veces nada superficial, del clave –la viola de gamba fue decayendo poco a poco– para brillar en salones y reuniones sociales. Puede que muchas se limitaran al mero papel de intérpretes. Pero la línea entre interpretación y composición siempre, y especialmente entonces, ha sido muy fluida y permeable. No debieron de ser pocas las que sintieran la necesidad de pasar al papel la música nueva que les bullía en la cabeza. El acceso a la edición impresa, sin embargo, era otro cantar y la mayoría de aquellas obras, de mayor o menor envergadura, quedaron manuscritas –perdiéndose para siempre en muchos casos–, aparecieron, casi escondidas, en colecciones misceláneas… o fueron firmadas, como la cosa más natural del mundo, por algunos de sus familiares masculinos.

La joven violinista Sophie de la Bardonnère puso todo su empeño en rastrear por archivos y cuasi-perdidas ediciones minoritarias esa huella musical femenina y logró reunir para su primer registro discográfico como protagonista una decena de nombres, muchos de ellos, prácticamente desconocidos. Son sus nombres –a veces, incompletos–, Mademoiselle Duval (La Légende fue su apodo), que llegó a estrenar una ópera-ballet; Anne-Madelain Guesdon de Presles, esposa de un compositor; Mademoiselle Bocquet, dos hermanas laudistas, en realidad, fundidas en su apellido; Françoise-Charlotte de Senneterre (Mademoiselle de Menetou), artistócrata y libertina; Marguerite Christine de la Faye, esposa de un secretario de Estado… No seguimos con una lista que sería inevitablemente tediosa. Pero sus obras no lo son, en absoluto.

Anoche, acompañada por sus compañeros y co-fundadores de Le Concert, la violagambista Lucille Boulanger y el clavecinista Justin Taylor, presentó este programa –sin el refuerzo instrumental que ocasionalmente aparece en el disco– en Madrid. El eje vertebrador fueron tres enjundiosas sonatas y un breve preludio para clave de Jacquet de la Guerre. Y en torno a ellas ese puñado de obritas danzantes y de carácter de las demás compositoras. Un programa, ciertamente, delicioso y con mucho encanto. Obras francesas en esencia, pero exhalando aquí y allá cierto aroma italianizante…

Poseedora de una admirable técnica, De la Bardonnère fue dando vida a las partituras con naturalidad y elegancia, delicadeza y expresividad, subrayando su carácter poético, nostálgico o teñido de tristeza o bien danzando con gracia y contenida desenvoltura; lució su virtuosismo en obras como La tempestad de Madame Papavoine; jugó el efecto teatral abandonando la escena cuando el protagonismo correspondía a sus compañeros para reaparecer poco después tocando desde las bambalinas… Lucille Boulanger, eficiente en su papel de continuista, exhibió también su finura en algunos movimientos en que asumió papel de solista –pura filigrana, el menuet de Mademoiselle Blondeel–. Y Justin Taylor en el clave –un precioso instrumento decorado con un rudo tronco de árbol con pajarillos de inspiración japonesa y hermosísimo timbre– estuvo literalmente excepcional. Brillante en sus florituras solistas –el breve, pero bellísimo preludio de Jacquet me hizo vibrar–, discreto como continuista, fue durante toda la velada la auténtica amalgama y eficaz artífice del sonido compacto y sin fisuras del trío.

Naturalmente, el público –anotémoslo: ni una tos se oyó, aunque estamos en la fase más dura del malvado pentavirus– se rindió ante tamaña demostración de musicalidad y belleza. Y los intérpretes, que habían hecho denodados esfuerzos por presentar algunas obras en nuestro idioma, correspondieron regalando tres bises. Fue todo un detalle sonoramente agradecido que el segundo fuera una obrita de la primera compositora ibérica –no está claro si era española o portuguesa– conocida, la religiosa Gracia Baptista, demediados del siglo XVI, antes de concluir la velada con la efectista y virtuosa Tempestad antes citada. Noche, pues, plagada de refinados deleites.

Manuel M. Martín Galán

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