Compromiso y calidad en Jacquet de la Guerre

Javier Sarría Pueyo – Revista Scherzo

En la vida del melómano siempre hay momentos para la sorpresa; para bien y también para mal. Unas veces todo (música, emplazamiento, intérpretes) parece predestinado a lo memorable y resulta ser todo lo contrario. En otras ocasiones la situación es la inversa y lo que en principio pintaba regular acaba resultando una maravilla. Ayer por la tarde, en los subterráneos de la Plaza de Colón ocurrió algo de lo segundo. Ciertamente conocemos muy bien el Ensemble Amarillis y sus excelencias y también a la maravillosa soprano Maïlys de Villoutreys. Sin embargo, Jacquet de la Guerre —siendo uno, como es, profundamente afín al Barroco francés — no parecía el vehículo adecuado para entretener al respetable durante una hora y cuarto. Demasiado dura, pensaba yo, por mucho que Corelli hubiese dulcificado su rigor sietecentesco.

¡Prejuicios! La realidad fue la opuesta. Jacquet funcionó a las mil maravillas con una acústica perfecta lograda en las proximidades del escenario de la Sala Guirau. Y lo hizo, primordialmente, gracias al compromiso y la inmensa calidad de las protagonistas, quienes no descuidaron la interpretación ni por un segundo. Se abrió el concierto con uno de los tríos copiados por Sébastien de Brossard en 1695, que aparece en el manuscrito como Suonata IVa a 2 Violini e Violoncello obligato con organo en Sol menor. Tal vez el trío más bonito de Jacquet que, en esta ocasión, partiendo de la libertad orgánica tan presente en la época, se interpretó con oboe y violín en las partes melódicas y clave y viola da gamba en el bajo continuo. Magníficas las cuatro protagonistas, Gaillard, expresiva, afinada y con un sonido bellísimo y la magnífica Alice Piérot, elegante y contenida en todo momento. El bajo continuo merece mención especial porque la complicidad entre Marie van Rhijn y Eleanor Lewis-Cloué fue algo que pudo disfrutarse al máximo a lo largo de todo el concierto.

En ambas cantatas (Judith y Séméle) el protagonismo recayó en la soprano Maïlys de Villoutreys, de cuya voz me enamoré desde la primera vez que la escuché en disco. En directo no defrauda lo más mínimo, al contrario, se crece en una extraordinaria capacidad de comunicación. Su excelencia técnica sirvió de base para transmitir cada afecto escondido en las notas, en una constante inflexión vocal que jamás cayó en el exceso, sino que se produjo con pasmosa naturalidad. Y, naturalmente, el apoyo instrumental, fuera con los instrumentos melódicos (aquí intervinieron las flautas dulces, una alto y otra soprano), fuera solo del bajo continuo —¡de nuevo mención de honor! — fue magnífico. No tengo más remedio que lanzar un tirón de orejas a los responsables del ciclo, ya que los textos cantados (básicos en una cantata, más aún si es francesa) estuvieron ausentes tanto del programa de mano como de cualquier tipo de proyección. Una lástima.

El programa incluyó una selección de la colección publicada en 1707 Pièces de Clavecin qui peuvent se jouer sur le viollon. No seré yo quien niegue la posibilidad de llevar a cabo una interpretación camerística de esta música, como bien se desprende del título, pero me quedé —y no fui el único — con las ganas de escuchar a la excelente Marie van Rhijn a solo. La zarabanda en la que quedó como protagonista exclusiva nos dejó con la miel en los labios. Un poco como en su debut en el sello Chateau de Versailles Spectacles, donde hace Dieupart también en ensemble en su mayoría. Estoy seguro de que pronto sonará mucho el nombre de esta espléndida clavecinista.

En fin, un concierto hecho desde el compromiso que devino absolutamente antirutinario y único. ¡Bravo!

 

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