Fantástica crítica de la Revista Scherzo sobre el concierto de Ensemble Diderot en la Quincena Musical de San Sebastián

SCHERZO: Imanol Temprano Lecuona

Una de las irrupciones más meteóricas de los últimos años en el mundo de la música antigua ha sido la del Ensemble Diderot, conjunto liderado por el portentoso violinista Johannes Pramsohler. En España es un grupo relativamente desconocido, pues hasta el momento, lamentablemente, no se ha prodigado mucho en nuestro país. Por ello no cabe sino agradecer y felicitar a los organizadores de la Quincena por conseguir de nuevo su presencia en el festival, tres años después de un memorable concierto en el Convento de Santa Teresa.

En esta ocasión volvían con un programa dedicado a obras para tres violines, un repertorio no muy conocido del siglo XVII y que forma parte de uno de sus últimos discos (por cierto, que la actividad discográfica de Pramsohler y el Ensemble Diderot es de una fertilidad inaudita). Bajo el título de El juicio de Paris, interpretaron obras de compositores de distintos rincones de Europa para esta poco frecuente formación. La alusión mitológica establece una comparación entre la competición de belleza que dará lugar a la guerra de Troya (también a algunas obras de arte memorables) y la rivalidad que establecen en estas obras los tres instrumentos solistas, de tal manera que los tres violinistas —tal y como explicó durante el concierto uno de ellos, Roldán Bernabé—, se convierten en la encarnación de Hera, Atenea y Afrodita por conseguir, en este caso, el favor del público. Si el símil puede resultar un tanto forzado, es totalmente perdonable porque sirve de pretexto para escuchar una música absolutamente sensacional, electrizante y cautivadora.

A lo largo del siglo XVII la música instrumental ganó un prestigio, una riqueza y una autonomía de los que hasta entonces no gozaba. Dentro de este nuevo impulso, el violín fue uno de los protagonistas, desplazando a otros instrumentos como la corneta. Los compositores del norte de Italia compusieron desde finales del siglo XVI abundantes obras en las que la sonoridad de los instrumentos de cuerda era la predominante, relegando a los instrumentos de viento. Uno de los primeros autores en los que se aprecia este cambio es Giovanni Gabrieli, organista de la Basílica de San Marcos y uno de los maestros más prestigiosos y vanguardistas de su tiempo, hasta el punto de que eran numerosos los compositores alemanes que llegaban hasta Venecia para poder aprender de él, entre ellos Heinrich Schütz. Por lo tanto, qué mejor manera de empezar el concierto que con una obra de Gabrieli, la Sonata XXI, que forma parte de una colección publicada en 1615.

La estela de Gabrieli fue seguida por otros músicos de la terra ferma, nombre con el que se referían los habitantes de la República de Venecia a sus posesiones peninsulares en el norte de Italia. Allí, en ciudades como Brescia, Bérgamo o Padua, surgió una pléyade de compositores que darán un gran impulso a la música instrumental, entre ellos Carlo Fontana, Giovanni Battista Buonamente o Biaggio Marini, autores que también comparecieron en el concierto. Las obras de estos autores italianos obedecen al término genérico de sonata, forma por entonces no definida que aludía a una pieza instrumental sin estructura fija. Son obras cercanas al espíritu de la canzona, en la que se yuxtaponen secciones contrastantes, a veces imitativas.  Esto permite el despliegue virtuosístico y el diálogo entre los solistas, y en el caso de este concierto… ¡qué solistas!

Johannes Pramsohler, Roldán Bernabé y Simone Pirri (no Mario Konaka como inexplicablemente decía el programa de mano) demostraron ser unos músicos sensacionales, porque conviene resaltar que su enfoque interpretativo fue el propio de un músico, no de un virtuoso. Junto a un bello sonido, articulaciones de una gran agilidad y todo el despliegue de recursos técnicos que estas obras exigen, encontramos en su interpretación ese carácter cantabile fundamental a la hora de abordar estas obras, pues la retórica de la música instrumental italiana del Barroco siempre tenía como referencia la música vocal y si esto no se tiene presente nos perdemos parte de su deleite. Aparte de estas virtudes, la compenetración, la vitalidad y la complicidad entre los tres violinistas fueron  otras de las constantes de la noche, junto a la adaptación a las condiciones del lugar del concierto. En este sentido, resultó especialmente deliciosa la interpretación de la Sonata in eco de Marini, en la que se consiguió un precioso efecto de resonancia aprovechando la acústica del claustro.

La influencia de la música italiana llegó al resto de Europa por medio de las colecciones que se publicaban generalmente en Venecia y se propagaban por el continente o mediante los propios músicos y compositores italianos que fueron a trabajar a las cortes germanas. Viena será uno de los centros más importantes donde calará esta impronta italiana, ya que muchos de los maestros de capilla de la corte serán transalpinos. Las dos grandes excepciones a esto las constituyen Johann Heinrich Schmelzer y Johann Fux, representados en el concierto por sendas obras. La Sonata a 3 violines del primero fue quizás la obra más virtuosística del concierto y en la que mejor se representaba esa rivalidad por destacar entre los tres violines, como simpáticamente explicó el propio Pramsohler. Estando este de por medio, uno de los más grandes violinistas barrocos del panorama actual, es fácil caer en la tentación de adjudicarle el puesto de vencedor en esa competición virtual, pero les aseguró que sus dos compañeros de viaje estuvieron a su misma altura.

Distinta en carácter es la Sonata a 3 violines sin bajo de Fux, obra más severa y contrapuntística como no podía ser menos tratándose del autor de Gradus ad Parnassum, uno de los tratados de contrapunto más influyentes del siglo XVIII.  Este tipo de música le va como anillo al dedo a Pramsohler y lideró una interpretación magistral en la que los tres violinistas trenzaron con fluidez y aparente facilidad sus líneas melódicas sin la ‘red’ que suele proporcionar el bajo continuo.

No hay concierto de música barroca que se precie que no incluya una obra sobre un ostinato y, a falta de chaconas, passacaglias o folías, el Ensemble Diderot incluyó una obra de Henry Purcell, Three parts upon a ground, que llenaba este vacío. El ground es una forma típicamente inglesa en la que la melodía —en este caso, a cargo de los tres violines— se desarrolla sobre un bajo que repite de forma casi obsesiva un tetracordo descendente

Y precisamente los instrumentistas que desempeñaban esa labor de bajo continuo, la violonchelista Gulrim Choï y ese gran clavecinista que es Philippe Grisvard, tuvieron más ocasión de brillar en el resto de las obras que componían el programa, dentro de un concierto en el que desempeñaban, como casi siempre, una labor más oscura que sus compañeros. De Carolus Hacquart, compositor flamenco que desarrolló la mayor parte de su carrera en Holanda en el último tercio del siglo XVII, interpretaron la vibrante Sonata décima de la colección Harmonia Parnassia Sonatorum, publicada en 1686. Aquí el grupo exhibió un sonido más poderososo y empastado, al igual que en la la Sonata a 3 violines de Giuseppe Torelli o en la Sonate en quatuor de Antoine Dornel, mucho más avanzada estilísticamente, con un espectacular primer movimiento en el que se aprecia la influencia italiana que estaba llegando a Italia de la mano de compositores como Mascitti, Senaille o el gran François Couperin.

En estas obras de Hacquart y, sobre todo, de Dornel la sonata es una forma madura que ha adquirido una estructura en cuatro movimientos independientes, que a su vez frecuentemente son formas muy estilizadas de antiguas danzas. Y es que ya por entonces (finales del siglo XVII-principios del siglo XVIII) la sonata para violín solo y la sonata en trío (para dos violines y bajo continuo) eran formas consolidadas que protagonizaban la música instrumental, de tal modo que las piezas para tres violines no dejaban de resultar una rareza. De hecho, en estos últimos ejemplos de sonatas para tres violines incluidos en el concierto vemos una evolución hacia una escritura más orquestal, que nos anuncia la forma del concierto para instrumento solista, del que Torelli, como oportunamente señaló Pramsohler, es uno de los principales artífices. Y vemos también en estas obras texturas más densas, con breves pasajes en los que el violonchelo adquiere cierto protagonismo. Dejando consideraciones históricas aparte, tenemos que destacar la brillantez y la claridad con las que el Ensemble Diderot fue desgranando estas obras, especialmente los enérgicos e inspirados movimientos iniciales.

Con el público que llenaba San Telmo metido en el bolsillo, los miembros del Ensemble Diderot interpretaron, fuera de programa, una fascinante y vertiginosa versión del archi-ultra-mega-conocido Canon de Pachelbel y de su no tan célebre Giga. Y así terminó este duelo a tres del que salió como vencedora una cuarta invitada: Euterpe, musa de la música.

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